Dr. Joaquín M. Jiménez Ferrer HUMA3022 (Manifestaciones culturales)
La moral—como ya hemos señalado—se da en un doble
plano: el normativo y el fáctico. Por un lado, encontramos en ella normas y principios que tienden a regular la conducta de los hombres, y, por otro, un conjunto de actos humanos que se ajustan a ellos, cumpliendo así su exigencia de realización. La esencia de la moral tiene que buscarse, por ende, tanto en un plano como en el otro, y de ahí la necesidad de analizar el comportamiento moral de los individuos reales a través de los actos concretos en que se manifiesta. Veamos, pues, en qué consiste el acto moral.
Un acto moral—como, por ejemplo: acudir en ayuda de
alguien que sin poder defenderse es atacado impunemente en la calle; cumplir la promesa de devolver algo prestado; denunciar la injusticia cometida con un compañero o amigo, etc.—es siempre un acto sujeto a la sanción de los demás; es decir, susceptible de aprobación o condena, de acuerdo con normas comúnmente aceptadas. No todos los actos humanos pueden recibir semejante calificación. Si se trata de un acto cuya realización no pudo ser evitada, o cuyas consecuencias no podían ser previstas, no puede ser calificado—en un sentido u otro—desde el punto de vista moral, y, por tanto, no es propiamente moral.
Pero de lo que se trata ahora es de mostrar la estructura del acto propiamente moral, poniendo de
manifiesto sus fases o aspectos, así como el modo de articularse éstos entre sí para ver si, en definitiva, hay alguno que pueda considerarse como el centro o eje en torno al cual gravita el acto entero.
Tenemos que destacar, en primer lugar, el motivo del acto moral. Por motivo puede entenderse
aquello que impulsa a actuar o a perseguir determinado fin. El motivo que puede impulsar, por ejemplo, a denunciar la injusticia cometida con un compañero puede ser una pasión sincera por la justicia, o bien algo muy distinto: el deseo de notoriedad. Un mismo acto—como vemos—puede realizarse por diferentes motivos, y, a su vez, el mismo motivo puede impulsar a realizar actos distintos con diferentes fines. El sujeto puede reconocer el motivo de su acción, y, en este sentido, tiene un carácter consciente. Pero no siempre muestra ese carácter. La persona que es impulsada a actuar por fuertes pasiones (celos, ira, etc.), por impulsos incontenibles o por rasgos negativos de su carácter (crueldad, avaricia, egoísmo, etc.) no es consciente de los motivos de su conducta. Esta motivación inconsciente no permite calificar al acto estimulado por ella como propiamente moral. Los motivos inconscientes de la conducta humana—los que tanta importancia da el psicoanálisis de Freud al reducir el fondo de la personalidad a un conjunto de fuerzas inconscientes que el llama “instintos”—deben ser tenidos en cuenta, pero no para determinar el carácter moral de un acto, sino para comprender que justamente porque dicho acto obedece a motivos inconscientes, irracionales, escapa de la esfera moral y no puede ser objeto, por tanto, de aprobación o desaprobación. El motivo—como aquello que induce al sujeto a realizar un acto—no basta para atribuir a este último un significado moral, ya que no siempre el agente puede reconocerlo claramente. Ahora bien, el motivo del que es consciente el sujeto forma parte del contenido del acto moral, y ha de ser tenido presente al calificar moralmente este acto en un sentido u otro. Y ello se hace necesario puesto que, como hemos visto en el ejemplo antes citado, dos motivos distintos—sincera pasión por la justicia o afán egoísta de notoriedad—pueden impulsar a una misma acción. Los motivos constituyen, por consiguiente, un aspecto importante del acto moral.
Otro aspecto fundamental del acto moral es la conciencia del fin que se persigue. Toda acción
específicamente humana exige cierta conciencia de un fin, o anticipación ideal del resultado que se pretende alcanzar. El acto moral entraña también la producción de un fin, o anticipación ideal de un
Dr. Joaquín M. Jiménez Ferrer Adolfo Sánchez Vázquez, Estructura del acto moral, pág.
resultado. Pero el fin trazado por la conciencia implica asimismo la decisión de alcanzarlo. Es decir, en el acto moral no sólo se anticipa idealmente, como fin, un resultado, sino que además hay la decisión de alcanzar efectivamente el resultado que dicho fin prefigura o anticipa. La conciencia del fin, y la decisión de alcanzarlo, dan al acto moral el carácter de un acto voluntario. Y, por esta voluntariedad, el acto moral—en el que el sujeto, consciente del fin, decide la realización—se distingue radicalmente de otros que se dan al margen de la conciencia, como son los actos fisiológicos o los actos psíquicos automáticos—instintivos o habituales—que se producen en el individuo sin su intervención ni control. Dichos actos no responden a un fin trazado por la conciencia ni a una decisión de realizarlos; son, por ello, inconscientes e involuntarios y, consecuentemente, no son morales.
El acto moral implica, pues, la conciencia de un fin, así como la decisión de realizarlo. Pero esta
decisión presupone, a su vez, en muchos cases, la elección entre varios fines posibles que, en ocasiones, se excluyen mutuamente. La decisión de realizar un fin presupone su elección entre otros. La pluralidad de fines exige, por un lado, la conciencia de la naturaleza de cada uno de ellos y, asimismo, la conciencia de que, en una situación con-creta dada, uno es preferible a los demás, lo cual significa también que un resultado ideal, no efectivo aun, es preferible a otros posibles. La pluralidad de fines en el acto moral exige, pues: a) elección de un fin entre otros, y b) decisión de realizar el fin escogido.
El acto moral no se cumple con la decisión tomada; es preciso llegar al resultado efectivo. Si decido
plasmar cierto fin y no doy los pasos necesarios para ello, el fin no se cumple y, por tanto, el acto moral no se produce. El paso siguiente, aspecto también fundamental del acto moral, es la conciencia de los medios para realizar el fin escogido y el empleo de ellos para alcanzar así, finalmente, el resultado querido.
El empleo de los medios adecuados no puede entenderse—cuando se trata de un acto moral—en el
sentido de que todos los medios sean buenos para alcanzar un fin o que el fin justifique los medios. Un fin elevado no justifica el uso de los medios más bajos, como los que entrañan tratar a los hombres como cosas o meros instrumentos, o lo humillan como ser humano. Por ello, no se justifica el empleo de medios como la calumnia, la tortura, el soborno, etc. Pero, por otro lado, la relación entre fines y medios —relación de adecuación del medio a la naturaleza moral del fin— no puede ser considerada abstractamente, al margen de la situación concreta en que se da, pues de otro modo se caería en un moralismo abstracto, a espaldas de la vida real.
El acto moral, por lo que toca al agente, se consuma en el resultado, o sea, en la realización o
plasmación del fin perseguido. Pero, como hecho real, tiene que ser puesto en relación con la norma que aplica y que forma parte del “código moral” de la comunidad correspondiente. Es decir, el acto moral responde de un modo efectivo a la necesidad social de regular en cierta forma las relaciones entre los miembros de una comunidad, lo cual quiere decir que hay que tener en cuenta las consecuencias objetivas del resultado obtenido, o sea, el modo como este resultado afecta a los demás.
El acto moral supone un sujeto real dotado de conciencia moral, es decir, de la capacidad de
interiorizar las normas o reglas de acción establecidas por la comunidad, y de actuar conforme a ellas. La conciencia moral es, por un lado, conciencia del fin que se persigue, de los medios adecuados para realizarlo y del resultado posible, pero es, a la vez, decisión de cumplir el fin escogido, ya que su cumplimiento se presenta como una exigencia o un deber.
El acto moral se presenta, asimismo, con un aspecto subjetivo (motivos, conciencia del fin, conciencia
de los medios y decisión personal), pero, a la vez, muestra un lado objetivo que trasciende a la conciencia (empleo de determinados medios, resultados objetivos, consecuencias). Por ello, la naturaleza moral del acto no puede reducirse exclusivamente a su lado subjetivo. Tampoco puede verse el centro de gravedad del acto en un sólo elemento de él con exclusión de los demás. Por esta razón, su significado moral no puede encontrarse sólo en los motivos que impulsan a actuar. Ya hemos señalado anteriormente que el motivo no basta para caracterizar el acto moral, ya que el sujeto puede no reconocerlo claramente, e incluso ser inconsciente. Sin embargo, en muchas ocasiones, ha de ser tenido en cuenta, ya que dos motivos opuestos pueden conducir a un mismo acto moral. En ese caso, no es indiferente, al calificar el acto moral, que el motivo sea la generosidad, la envidia o el egoísmo.
A veces, el centro de gravedad del acto moral se desplaza, sobre todo, a la intención con que se realiza
o al fin que se persigue, con independencia de los resultados obtenidos y de las consecuencias que nuestro acto tenga para los demás. Esta concepción subjetivista o intencionalista del acto moral se desentiende de sus resultados y consecuencias. Pero ya hemos subrayado que la intención o el fin entraña una exigencia de realización; por tanto, no cabe hablar de intenciones o fines que sean buenos por sí mismos, al margen de
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su realización, pues en cuanto que son la anticipación ideal de un resultado, o guía de una acción, la prueba o validez de las “buenas intenciones” tiene que buscarse en sus resultados. La experiencia histórica y la vida cotidiana están llenas de resultados—moralmente reprobables—que fueron alcanzados con las mejores intenciones, y con los medios más objetables. Las intenciones no pueden salvarse moralmente, en esos casos, ya que no podemos aislarlas de los medios y resultados. El agente moral ha de responder no sólo de lo que proyecta, o se propone realizar, sino también de los medios empleados y de los resultados obtenidos. No todos los medios son buenos moralmente para alcanzar un resultado. Se justifica moralmente, como medio, la violencia que ejerce el cirujano sobre un cuerpo, y el consiguiente dolor que produce; no se justifica, en cambio, la violencia física ejercida sobre un hombre para arrancarle una verdad. El resultado obtenido, en un caso y otro, no puede ser separado del acto moral en su conjunto, haciendo exclusión de otros aspectos fundamentales. Por otro lado, el acto moral tiene un carácter social; es decir, no es algo que competa exclusivamente al agente, sino que afecta o tiene consecuencias para otro, razón por la cual éstas tienen que ser tenidas muy presentes al calificar el acto moral.
En suma: el acto moral es una totalidad o unidad indisoluble de diversos aspectos o elementos:
motivo, fin, medios, resultados y consecuencias objetivas. Lo subjetivo y lo objetivo son aquí como dos caras de una misma medalla. El acto moral no puede ser reducido a uno de sus elementos, sino que está en todos ellos, en su unidad y relaciones mutuas. Así, pues, aunque la intención se encuentre genéticamente antes que el resultado, es decir, antes que su plasmación objetiva, la calificación moral de la intención no puede dejar de tomar en cuenta el resultado. A su vez, los medios no pueden ser considerados al margen de los fines, ni los resultados y las consecuencias objetivas del acto moral tampoco pueden ser aislados de la intención, ya que circunstancias externas imprevistas o casuales pueden dar lugar a resultados que el agente no puede reconocer como suyos.
Finalmente, el acto moral, como acto de un sujeto real que pertenece a una comunidad humana,
históricamente determinada, no puede ser calificado sino en relación con el código moral que rige en ella. Pero, cualquiera que sea el contexto normativo e histórico-social en que lo situemos, el acto moral se presenta como una totalidad de elementos—motivo, intención o fin, decisión personal, empleo de medios adecuados, resultados y consecuencias—en unidad indisoluble.
Sánchez Vázquez, Adolfo. Ética. Barcelona: Editorial Crítica, 1984.
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