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Apenas tengo recuerdos infantiles, ni tampoco testimonios
escritos de aquellos tiempos, finales de la década de los treintay primeros años cuarenta. Sí conservo una fotografía, de lamano de mi padre en una de las rampas que conducen a la pla-ya de la Concha en San Sebastián. No había acabado la guerracivil; yo tenía entonces tres años. Pocos, muy pocos, de la ado-lescencia, y los que asoman de la juventud, además de borro-sos, son más bien sombríos, casi nunca gratos. Pero, vivo o no,imagino que aquel pasado, ya lejano, estará presente en algunamedida. Y que habrá dejado su huella. De la niñez sólo emer-gen retazos, piezas sueltas. Lo que sí dejó un rastro fue el pasopor el Colegio Alemán de Madrid, entre los años 1940 y 1944o 1945. Dejó un alemán infantil, que al parecer hablaba bas-tante bien porque asistía a la clase de los nativos y que algo mástarde retomé con una Fräulein austriaca, más bien Frau, diríayo hoy en día. Alemán que, mucho después, resurge súbita ycaprichosamente en los lugares y momentos más insospecha-dos, al filo de una conversación captada al azar, en un anun-cio, en un periódico que cae en mis manos. Palabras sueltas queaparecen y desaparecen espontáneamente. Dejó también mipaso por el Kindergarten, y por lo que es ahora el InstitutoGoethe, una absoluta falta de preparación, en todos los órde-nes, para lo que vendría después. Ni siquiera recuerdo si lo querecibíamos era una formación nacionalsocialista, propia de unaHitlerjugend a la altura de los exigentes tiempos que vivía aque-lla España joseantoniana. En cualquier caso, mis padres no ca-yeron en la tentación de disfrazarme de «flecha» o de «pelayo».
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Mucha gimnasia, eso sí, en un pabellón situado donde ahora sealza la embajada de Alemania. La desaparición de la noche a lamañana de unos profesores —Herr Koch, Herr Schmidt—, dequienes nunca más se supo; el, para mí, inesperado final de cur-so, cuando un día nos dijeron que nos fuéramos a casa; tam-poco he olvidado aquella soleada mañana de primavera cru-zando el paseo de La Castellana, camino de mi casa en la callede Ayala.
Conservo también otros recuerdos. Los veranos. El calor. La
caza de lagartos a mano, para después comérnoslos con mi tíoJoaquín Cajal, quien alababa su textura y sabor; como el pollo,me decía siempre. La trilla. Los racimos de uva que se pegabana los dedos rezumando azúcar. Un algarrobo gigantesco, o esome parecía a mí, al que me gustaba trepar. Vino, de golpe, el ba-chillerato en el colegio del Pilar. La cartera de tamaño despro-porcionado que cargaba calle de Ayala arriba. Las «dreas», las pe-leas a pedradas en aquella tierra prometida, adonde nos llevabande excursión, que se llama La Pedriza, y de las que más de unosalía descalabrado. Los partidos de fútbol en el solar de la calleCastelló con una deforme pelota de cuero. Don Emilio, minúscu-lo profesor de física y química apodado «molécula». Otro, al quellamábamos «botijo», de manos largas en el doble sentido de lapalabra. La religión en la España del nacionalcatolicismo. El di-nero que me daban mis padres el día del Domund para que alllegar al colegio del Pilar, con la hucha en forma de cabeza dejefe sioux o de mandarín chino entre las manos, llevara ya algu-na ventaja a otros compañeros de clase en el momento de ini-ciarse la cuestación. El miedo al pecado, omnipresente. Drogadura, inyectada deliberadamente hasta crear adicción, tan pro-pia de las culturas judeocristianas, de la española sin duda. Losaños de fe y también de «temor de Dios», hasta que todo em-pezó a venirse abajo cuando, cumplidos los quince, el confesordecretó que si la chica que me gustaba no me hacía caso era por-que Dios así lo quería. No he vuelto a pisar aquellos lugares. In-curia educativa la suya que, con honrosas excepciones, se pro-longó a lo largo de la enseñanza universitaria. La posguerra civil,que todo lo resumía. El tiempo del asperón.
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Los silencios de mi padre, Máximo Cajal Sarasa, efímero go-
bernador civil de Baleares y Cáceres durante el Gobierno Provi-sional de la República por ser amigo político de Miguel Maura. Cuando éste dimitió como ministro de la Gobernación, mi pa-dre hizo otro tanto el 14 de octubre de 1931, en solidaridad conquien se declaró «unido por lazos de amistad entrañable y polí-tica personal». De humilde extracción, hijo de campesinos arago-neses, de recio carácter, dejó la casa paterna, estudió magisterioy ejerció la enseñanza en los pueblos aragoneses de Alconchel,Panillo, Torre de Estera y Mequinenza, y en el madrileño de Ti-tulcia. Se licenció a continuación en Derecho. Pasante de un co-nocido abogado madrileño, acabó teniendo bufete propio enMadrid, todo ello gracias a una voluntad férrea que ocultaba malque bien sus evidentes carencias culturales. Quizá por ello, unade sus primeras decisiones pocos días después de tomar pose-sión de su cargo en Palma de Mallorca el 15 de septiembre de 1931,fue enviar una circular acerca de la obligatoriedad de la ense-ñanza; la «obra de la Escuela», decía, tenía que hacerse realidad.
A punto de ser paseado en el verano del 36 por milicianos
que fueron a buscarle a su domicilio en La Castellana, donde vi-víamos entonces, se refugió, como tantos, en la embajada deChile. Peor suerte corrió su concuñado, el marido de la únicahermana de mi madre, que sí fue paseado, a manos, según mecontaban, de la Brigada del Amanecer, del funestamente célebreAgapito García Atadell, de quien Agustín de Foxá dijo —en Ma-drid, de Corte a Checa— que era extraordinariamente inteligente,sádico y refinado. Aquel diplomático escéptico y burlón, perotambién fascista, remató así su descripción: «Carecía de pasión;un marxista perfecto». Por su laconismo, el acta de defunción deSegundo S.M. no podía ser más expresiva: «Falleció en la carre-tera de Toledo el día 8 de septiembre de 1936».
A la embajada chilena fui a parar unos meses más tarde con
mi madre; luego, los tres salimos por Valencia rumbo a Osten-de, en la costa belga. Y de allí a San Sebastián. De aquellos díasconservo una fotografía tomada en una de las rampas de bajadaa la playa de La Concha. De la mano de mi padre, él con la ca-misa azul. Jamás hablaba de «la guerra de España». Alguna vez,
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muy pocas, había aludido sus desavenencias políticas con suconcuñado, miembro activo de Renovación Española, el parti-do monárquico alfonsino fundado por Antonio Goicoechea en1933. Al parecer se odiaban. Mi madre, Mercedes López Pader,a quien la abrumadora presencia de su marido siempre achicó,me comentó en cierta ocasión que, por encima de las ideolo-gías, lo que nunca pudo soportar el «pobre» marido de su úni-ca hermana era llamarse Segundo, en tanto que su concuñadoatendía por Máximo. De lo que sí hablaba éste, y lo hacía cons-tantemente, era de la dureza de su infancia, a caballo de los si-glos XIX y XX, el cuarto de ocho hermanos, resumido todo elloen un verano en que se cosechó menos grano del que se habíasembrado. Y en las noches que los hombres pasaban en la cua-dra para dar agua y pienso a las caballerías.
De esos tiempos apenas guardo memoria. Tal vez un pro-
fundo resentimiento por la adolescencia y la juventud perdi-das, sentimiento compartido por muchos miembros de mi ge-neración. La inevitable conciencia de haber sido doblementeestafados. Por haber vivido cerca de cuarenta años, prácticamen-te desde el nacimiento, bajo un régimen represivo, anacróni-co, de vuelo rasante y de aplastante vulgaridad, y por el sinsenti-do de haber desperdiciado buena parte de una vida que acaba ensí misma. Sentimientos acompañados también, con el correr delos días, de una creciente «mala conciencia», a todas luces peque-ño-burguesa. Porque formábamos parte de una minoría privile-giada, como hijos que éramos de aquella burguesía que sin seradicta al Régimen tampoco se oponía, acomodaticia y, quizá porla experiencia vivida, en absoluto dispuesta a buscarse compli-caciones haciendo política. Aquella camisa azul de mi padre de-bió de durar lo que mi aprendizaje del alemán. El tiempo quetranscurrió hasta que lo correcto era aprender inglés. Tampocoyo me aparté por entonces de aquella senda paterna, rodeadocomo estaba —en el Pilar primero, después en Bilbao, en la Uni-versidad de Deusto, donde sólo aguanté un curso, y en la viejafacultad de Derecho en la calle de San Bernardo de Madrid
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finalmente—, de los hijos y nietos legítimos del régimen. Losvolvería a encontrar más tarde en las pruebas de ingreso en lacarrera diplomática. Por aquellos tiempos no pasaba por mi ca-beza la disidencia política, ni mucho menos la oposición acti-va. Tampoco lo contrario, ciertamente. Ya lo decía mi padre. Lotuyo, a estudiar, quemando etapas a ser posible. Así fue. Lo pri-mero, hacer de una tacada sexto y séptimo de bachillerato, yaprobar sin solución de continuidad el examen de Estado segúnlo establecido por la ley de 20 de septiembre de 1938. Lo hicea trancas y barrancas, salvando in extremis en septiembre el ceroque me había puesto en julio el catedrático de matemáticas, Ba-chiller, creo que se llamaba. ¡Hay momentos inolvidables! «Levoy a poner a usted un cero», me dijo.
Con dieciséis años comencé Derecho en la Universidad de
Deusto, al otro lado de la ría bilbaína. A los veintiuno lo aca-bé en Madrid, con la última promoción que se licenció en lavieja facultad de la calle de San Bernardo. Los seis meses deprácticas de la Milicia Universitaria —¡qué notable, milicianos enel Ejército de Franco!— cayeron en Madrid, en el desaparecidoregimiento 19 de Artillería a Caballo de Campamento. Un pu-ñado de licenciados, Elías Díaz y Pepe Blasco entre ellos, ami-gos siempre, a vueltas con los logaritmos y rodeados de artille-ros calzados con botas altas y espuelas. Y, enseguida, a prepararlas oposiciones a la carrera diplomática. Premonición de por dón-de había de encaminarse mi futuro profesional fue el que JoséMaría Aguirre, también alférez de complemento en el mismo re-gimiento, y yo mismo tradujéramos los manuales de uso de lasprimeras baterías autopropulsadas que, procedentes de EstadosUnidos, llegaron al regimiento al poco de la firma de los pactosdefensivos hispano-norteamericanos el 26 de septiembre de 1953. Pero lo que yo no podía imaginar por aquel entonces era quetreinta años más tarde me tocaría poner en solfa aquellos mis-mos acuerdos que, como un pecado original, lastraban y siguenlastrando las relaciones entre Madrid y Washington, y que hi-potecan en cierta medida nuestra soberanía.
Aquéllas fueron también tardes de lecturas, tardías sin duda.
Algunas dejaron su impronta. La vie de Jésus y Jean Barois, desde
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luego. También otras, años después, casi todas francesas. Les che-mins de la liberté, Lettres à un ami allemand y Le premier homme,L’histoire d’amour de la rose de sable, L’écriture ou la vie, Rayuela,Canto General. Novelas en su mayoría.
Durante los últimos cursos universitarios no mostré voca-
ción alguna; mi padre me había quitado de la cabeza el ejer-cicio de la abogacía, de modo que acabé optando por la diplo-macia siquiera fuese por reducción al absurdo, dada la alergia sinpaliativos que me producían las otras «salidas» que se conside-raban naturales en un chico de mi condición, cuales eran lasprofesiones de notario, registrador, abogado del Estado, agentede Cambio y Bolsa u otras similares. Influyó también, y de ma-nera decisiva, mi primo segundo José Vicente Torrente Secorún,que ya era diplomático. Aquéllos fueron, desde luego, los añosdorados de las oposiciones, en plural claro está, como tambiénfueron los tiempos de la preparación para el ingreso en las es-cuelas de arquitectura o de ingeniería, preferentemente la de Ca-minos. Consumí la década que transcurrió de mediados de loscincuenta a mediados de los sesenta básicamente preparando, yotambién, el «ingreso» en la Escuela Diplomática. He de recono-cer que de todo aquel esfuerzo me ha quedado, indeleble, la hoydenostada, por antipedagógica, sentencia de que «la letra con san-gre entra», tan consustancial a aquella época y que a mí siempreme ha parecido un dicho bien fundamentado. Quizá por haberllegado personalmente a la conclusión de que, como norma ge-neral, sacar adelante unas oposiciones era y sigue siendo, sobretodo, cuestión de codos. Tomé contacto por primera vez, aunquede manera indirecta y superficial, con la que acabó siendo miprofesión, la diplomacia, y topé con nombres que, con el tiem-po, tuvieron un rostro y que dejaron en mí un rastro; sobre todoel de Fernando María Castiella, ministro de Asuntos Exteriores.
Tardé siete años, siete, en ingresar, ejecutoria que a primera
vista dice bien poco de mi coeficiente intelectual dadas las mu-chas horas que consagré a la empresa. Porque, por dedicaciónque no se dijera. No fue, con todo, lo más grave que práctica-mente en cada ocasión se modificaran los programas. O que,como hasta entonces venía sucediendo, ya no se pudieran arras-
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trar de una convocatoria a la siguiente los ejercicios aprobados. Así ocurrió precisamente la tercera vez que me presenté, despuésde haber superado los dos primeros en la cita anterior. Todo estosería anecdótico. Pero no lo fue, en absoluto, lo que sucedió en1959, coincidiendo con aquella comparecencia. A pesar de lapresumible benevolencia del tribunal, los hijos de tres ex minis-tros de Franco no reunieron las calificaciones mínimas necesa-rias para ocupar alguna de las diez plazas en litigio. El titular delramo no lo dudó un instante y, algo inaudito, en plenas oposi-ciones la convocatoria se amplió a veinte plazas. Los tres opo-sitores aprobaron, por supuesto, aunque fuera raspando, puesocuparon los últimos puestos de su hornada. Con ellos ingresa-ron siete afortunados más. Muchos otros se quedaron fuera y al-gunos, entre los más veteranos, tuvieron la osadía de recurrir. Elrecurso, naturalmente, fue desestimado. Pero la tropelía no acabóahí. Castiella, irritado, aunque procediera de la escuela iusnatu-ralista de tanta raigambre en la tradición española del padre Vi-toria, tomó una decisión draconiana: no más exámenes hastanueva orden. Transcurrieron cuatro años sin oposiciones y, loque fue peor, con la agravante de que solamente al cumplirse eltercero tuvimos noticia de que iba a haber una nueva convoca-toria. En semejante clima de incertidumbre estuve esperandohasta 1963, junto con otros dos opositores, Joaquín Ortega yJosé Antonio López Zatón, con los que compartí las intermina-bles horas de preparación para la prueba final, dirigida en micaso por José Châtelain, Gonzalo Sobejano y Fernando Tamés. No por Enrique Tierno Galván, como pretendieron algunos es-túpidos para mostrar, en mi cabeza, la peligrosa semilla que ha-bía sembrado el malvado profesor. A todo ello hubo que sumardos cursos académicos más, que no acababan nunca, en la Es-cuela Diplomática, donde entramos el 27 de septiembre de 1963,bajo la férula de su nuevo director, el conde de Navasqüés, quetambién había presidido el tribunal de oposiciones. Personajenotable de quien, debo decir, conservo con todo un buen re-cuerdo, el conde de Navasqüés era inteligente y tenía un ácidosentido del humor. Aprendió a respetarnos y fue amigo de susamigos, incluso de los pocos diplomáticos de su promoción que
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permanecieron leales a la Segunda República. La XIX promociónde la carrera diplomática ingresó en el Servicio Exterior el 2 dejunio de 1961. La XX, la mía, lo hizo otro 2 de junio, pero de 1965. López Zatón falleció en 2004, cuando estrenaba ese trauma quepara muchos es la jubilación. Joaquín se jubiló, y hoy nos esti-mula con su creatividad y su sentido del humor. Hace ahora,con las manos, lo que antes hacía con su por todos los concep-tos poderosa cabeza. Es el hermano que no he tenido.
Aquél fue mi primer contacto directo con una de las muchas
facetas de esa Realpolitk de andar por casa que es el favoritismo. Veintiún años más tarde, a mi regreso de Guatemala, la vida medio otra lección. Cómo trata la derecha de siempre a quienes noson de su cuerda, muy particularmente a aquellos que, pertene-ciendo a su misma casta, son de izquierdas, o así lo parecen. Per-dí, por tanto, otros cuatro años atado a la silla. La primera vezque concurrí a las oposiciones, para foguearme, como se decía,fue en 1958; había cumplido los 23. Las superé con 28, y salíde la Escuela con 30, curado de espanto, eso sí; como buenaparte de mis compañeros. Y tuve mucha suerte con todo, por-que pasé la prueba y porque pude permitirme el lujo de perse-verar, o porque mis padres pudieron pagarlo. Muchos no pu-dieron hacerlo. Tuvieron que echar por la borda el largo tiempoperdido, concurrir a otras oposiciones o apañárselas mal que bienen un mercado laboral en el que los conocimientos adquiridos enesta especialidad que es la diplomacia eran poco o nada valorados.
Es costumbre en la Escuela Diplomática, lo era al menos en-
tonces, que los alumnos, antes de finalizar su aprendizaje, re-dacten una memoria sobre un tema relacionado con su futuraactividad profesional. Yo elegí uno de particular actualidad en-tonces y que, pese a los cuarenta años transcurridos, sigue sién-dolo hoy en día en esta hora de fidelismo crepuscular. La me-moria se titulaba La Revolución Castrista. Cuba y España. Nohabía vuelto a abrir la copia que conservo en mi poder, preten-ciosamente ordenada junto a las obras sobre Cuba de Aranda,Cabrera Infante, Jorge Castañeda, Debray, Domínguez, RenéDumont, Goldenberg, Harnecker, Huberman y Sweezy, HerbertMathews, Sheer y Zeitlin, MacGaffey y Barnett, Oppenheimer,
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Román Orozco, Raúl Roa, Hugh Thomas, Timerman y VázquezMontalbán; y a las biografías escritas por Clerc, Kalfon, Man-kiewicz y Jones, y Tad Szulc. Junto, también, a algunos escritosdel propio Castro. Al releer ahora el texto, no puedo por menosde hacerlo con unos sentimientos que, aunque dispares, no sonnecesariamente contradictorios. Lo hago, desde luego, con cier-ta condescendencia hacia mí mismo, pues aquellas 239 páginasmecanografiadas rezuman una mal disimulada simpatía por elComandante, más modesto en cualquier caso que nuestro Ge-neralísimo, quien, en algún momento, debió de olvidar los tiem-pos pasados en que, en Oviedo, era conocido como el coman-dantín. Aquel trabajo, elaborado con considerable vehemencia yno poca candidez, respondía también a un manifiesto volunta-rismo. Así, estos párrafos:
Dolorosamente gestada [la revolución castrista] no ha respondido,sin embargo, a las esperanzas que muchos habían depositado enella. Pero a pesar de todo, y a pesar de sus numerosas injusticiasy fraudes, de su etiqueta marxista-leninista, me parece que su sal-do no es, en absoluto, negativo. Más bien lo contrario, pues, endefinitiva, todos estos procesos hay que examinarlos a largo pla-zo, muy particularmente en lo que al capítulo de esfuerzos y rea-lizaciones materiales se refiere.
O la apuesta de futuro al abordar la cuestión de las relacio-
El régimen de Castro no caerá, ésta es mi opinión, salvo en casode intervención norteamericana. No hay fuerza interior que loderribe ya que, más o menos, el pueblo está satisfecho con él. SiCastro es lo bastante hábil —y creo que lo es— como para no ha-cer de su comunismo algo radicalmente insoportable, si el «fide-lismo» sigue ganando posiciones en los puestos directivos del país,el castrismo perdurará y al perdurar se irá transformando.
Pero mis opiniones también traslucían un manifiesto incon-
formismo político y, por qué no, cierta dosis de arrojo dadas las
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circunstancias, ya que toda la memoria destilaba juicios de valory afirmaciones que inevitablemente iban más allá del estrictotema abordado.
La Revolución, tal como la entendemos hoy, exige rapidez, pro-fundidad y sentido democrático. Los cambios que solamente afec-tan al «país político» no merecen tal nombre. Tampoco lo mere-cen —en determinadas sociedades que no pueden permitirse tallujo— los cambios graduales de estructuras y formas. El proceso deaceleración de la Historia es irreversible. Volverle la espalda seríairremediable.
Y, al hablar de la situación en Latinoamérica, afirmaba que allí
el juego de la política se ha convertido en una actividad pura-mente formal. La política ha dejado de servir —en la mayor partede los casos— los intereses de la mayoría y ha servido solamentepara justificarse a sí misma y a los egoísmos de las oligarquías tra-dicionales sin beneficio apreciable para las masas [.]. La nece-sidad de una Revolución «auténtica» se hace cada vez más apre-miante, con objeto de transformar la sociedad feudal de hoy en unasociedad democrática efectiva, la sociedad colonial o semicolonialen una sociedad independiente, la sociedad económicamente re-trasada en una sociedad económicamente adelantada.
Pienso que fue esta mezcla de ingenuidad y franqueza lo que
también me permitió descalificar las presiones que dentro y fue-ra de España propugnaban, todavía por aquellas fechas, la rup-tura de relaciones con el régimen castrista, mientras que tandrástica medida no se había tomado ni siquiera durante la es-pectacular crisis de enero de 1960. Y lo que me llevó a aplaudir,por tanto sin disimulo que Madrid no se plegara incondicional-mente a las presiones norteamericanas a raíz de la aprobaciónpor el Congreso de Estados Unidos, en diciembre de 1963, dela enmienda a la ley de Ayuda Exterior. Con esta medida unila-teral, Washington pretendía extender a los países que, como Es-paña, recibían su asistencia económica, el boicot comercial que
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ya entonces aplicaba a la isla caribeña. Se trataba, en efecto, deaislar a Cuba. Lo más chocante de aquella situación era que dosmeses más tarde, en febrero de 1964, Estados Unidos hizo pú-blica la apertura en Rota de unas nuevas instalaciones para aco-ger a los submarinos Polaris. Pero sea ello lo que fuere, no esmenos cierto que en el momento de defender mi tesis ante eltribunal examinador, del que formaba parte el historiador JesúsPabón, más de uno de sus integrantes frunció el ceño. No cabeduda de que había algo en mi memoria que debió de disgustar-les. Y si es muy cierto que Fidel nos ha decepcionado, no lo esmenos que muy distinta habría sido la suerte de la revolucióncastrista, y la del pueblo cubano naturalmente, si las sucesivasadministraciones en Washington no hubieran caído en la tenta-ción de imponer el bloqueo y mantenerlo hasta hoy mismo; elinstrumento más eficaz para apuntalar al régimen. Ello es tantomás chocante cuando contemplamos a otros países próximos aCuba en los que las violaciones de los derechos humanos hansido incomparablemente más atroces que bajo el castrismo, peroadonde la ayuda norteamericana ha afluido generosamente. Aun-que ahora descubramos que son —siempre lo han sido—, «Esta-dos fallidos».
Tan sólo en una ocasión posterior, muchos años después,
me he manifestado en público sobre Fidel Castro. Fue en un ar-tículo, titulado «Guantánamo», que publicó El País el 8 de mayode 2003. Escribía en él que sorprende que únicamente se ha-ble de esta base norteamericana como del limbo jurídico que enefecto es, en el que las violaciones de los derechos humanos si-guen siendo moneda corriente, y que nadie recuerde que se tra-ta ante todo de un residuo colonial —que califiqué de «nuevoGibraltar caribeño»—, testimonio hiriente de la injerencia norte-americana en los asuntos cubanos desde 1898 hasta nuestrosdías. Propuse entonces a La Habana y a Washington un fair deal,o así me lo parecía. Al presidente Bush, que renunciara a Guan-tánamo y abandonara Cuba. A Castro, que abdicara del podery dejara también la isla; que no se quedara a morir allí comohizo Franco aquí, en la cama, entubado y con media docena deejecuciones más en el regazo.
STAGIONE CONCERTISTICA 2010 - 2011 Presentazione artistica del cartellone La Stagione concertistica 2010-2011 , organizzata dall’Associazione Culturale “Maestro Rodolfo Lipizer” ONLUS di Gorizia, con il patrocinio, il contributo e la coorganizzazione del Comune di Gorizia, con il patrocinio e il contributo della Regione Autonoma Friuli Venezia Giulia, del Ministero per i Beni e l
Spécialiste qualifié en chirurgie orale Ancien Assistant Hospitalier Universitaire Maîtrise de Sciences Biologiques et Médicales 17 4 01105 6 QUESTIONNAIRE MEDICAL Madame, Mademoiselle, Monsieur, je vous remercie de consacrer quelques minutes à remplir le questionnaire suivant. Celui-ci me renseignera sur votre état de santé général et votre historique de